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El ojo y el oído en la escritura

El ojo y el oído en la escritura

Escribir es un proceso laborioso que requiere, para poder desarrollarse, no solo el hábito de la lectura, sino forjar además las prácticas de caminar y observar el entorno con genuino interés. Estar atento a la vida circundante y tener el hábito de hablar consigo mismo, mientras se camina, equivale a salir a buscar la vida como quien sale a pescar desechos para hacer arte con materiales de reciclaje. Caminar, observar, dudar, refutar lo que se observa, ponerse en el lugar del otro, bajarle el volumen a lo que hace ruido y aumentárselo a lo que susurra… todo eso va produciendo una nueva visión que permite asomarse a perspectivas inéditas de la realidad, para que la veamos no como la vemos siempre, sino como pudiésemos verla si nos despojásemos de los prejuicios y lugares comunes que nos la vedan.

Asentar las ideas resultantes de esos hábitos es, como se ve, la última de una serie de actividades que hacen posible la escritura. Pero no aún la escritura como un hecho literario en sí, pues para esto se requerirá del paciente hábito de la reescritura, de la composición, lo que diferencia la escritura funcional de la escritura con intenciones artísticas. Aunque, claro está, este proceso es vital para la futura obra, porque así como para poder criar es preciso concebir (“parir”), sin texto que asiente las ideas no hay posibilidad de esa reescritura.

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            Partiendo de esa distinción, acotaré algunas notas sobre el proceso de la escritura que, a manera de mapa de uso privado, he venido asentando con la esperanza de hacer más fácil el camino hacia ese territorio inasible que es el texto literario.

            En primer lugar recalco la anterior distinción entre concebir y criar. Un viejo poeta me comentó en una ocasión —palabras más, palabras menos—, que sin la crianza podría existir vida humana (distinta a la conocida, quizá salvaje, pero vida al fin), pero sin la concepción no.

             Comencemos, entonces, por preguntarnos: ¿De dónde nace la “idea” que da vida a una historia? ¿Dónde surge esa raíz que se asoma tímida, insegura, inacabada, y que luego se convertirá en un texto literario? ¿Cómo buscarla? ¿Cómo estimularla? Estas interrogantes nos llevan a releer el párrafo con el que arrancamos esta aproximación. La escritura es un proceso complejo, no documentado ni sujeto a fórmulas, mágico en todo el sentido de la palabra, que entremezcla ideas, temores, emociones y recuerdos para producir un discurso en el que el autor acaso es el caldero en el que se cocinarán esos ingredientes. “La vida y los sueños son paginas de un mismo libro; leerlo en orden es vivir; ojearlo es soñar”, señaló Schopenhauer para ilustrar un proceso similar al de la escritura, ya que esta no es un sueño dirigido, pero sí provocado.

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Cuando uno lee un buen libro suele detenerse con frecuencia ante la cantidad de ideas y frases estimulantes con las que se tropieza durante la lectura. Esas frases repetidas en silencio, paladeadas, apuntadas en un sitio, releídas con fervor, encuentran su lugar, en un rincón no muy visible de nuestro cerebro, y permanecerán ahí, a la espera de seguir creciendo con otras conexiones similares (sueños, películas vistas, otras lecturas, situaciones presenciadas, conversaciones escuchadas, experiencias vividas) que eventualmente llegarán hasta ella.

Y así hasta que acumulan la suficiente cantidad de masa, de ideas que se van haciendo más complejas en tanto sus conexiones con otras van creciendo, como para, al final, concebir una historia.

Pero a partir de ese punto entra en juego el oído. Durante mucho tiempo creí que la vista era el sentido fundamental para producir la escritura. Y es importante, sin duda, pero la vista forma parte del embrionario proceso de recopilación de elementos que nos llevarán a producir una idea. Convertir esa idea en una composición estética requiere del oído ya que, como acota Paul Auster, aunque las palabras “pueden a veces tener significado, es en la música de las palabras donde arrancan los significados.”.

De allí que un texto hermoso es convincente: No porque diga verdades irrefutables, sino porque compone frases musicalmente irrefutables. La verdad se sustituye con otros atributos como la gracia, la elegancia, la belleza, o como quiera que se le llame, y tiende a ser de una elocuencia engañosa. Tiende a parecer verdad porque “suena bien”.

Cuando, por ejemplo, Borges escribió en uno de sus inolvidables cuentos que “Hume notó para siempre que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no causan la menor convicción”, echó mano de una musicalidad tan placentera al oído, de una simetría tan llena de gracia, que pasaba por irrefutable, aunque no necesariamente lo fuese.

Es decir, que en la musicalidad del texto es que reside la responsabilidad de hacer que lo que dice parezca un hecho irrefutable, incuestionable, absoluto. En una palabra más sencilla y efectiva: creíble.

Es por eso que cuando leemos un texto aburrido, que avanza penosamente o que no logra despertar el interés del lector, estamos ante un autor que pudo haber tenido la vista adecuada para captar el mundo que le rodeaba, la realidad detrás de la realidad, pero no tuvo el oído para componer, con el material que recabó, un texto con la musicalidad y el ritmo que lograra convencer al lector.

No olvidemos que la prosa, a diferencia del verso, carece de una disposición visual que oriente al lector acerca de su ritmo, por lo que se ve obligada a producirlo hilvanando frases con frases, una con la siguiente, y esta con la siguiente y esta con la siguiente, hasta completar párrafos, páginas, libros.

Es el combustible para que un lector navegue de una orilla a la otra del texto.

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Para capturar el mundo que nos rodea en todos sus detalles, es necesario tener mucha capacidad de observación, sin duda alguna, pero para escribir, reescribir, pulir el texto de forma que el lector se sienta ante un texto único, ante la inminencia de una revelación, lo que se debe desarrollar (lo que opera secretamente) es una sensibilidad sonora, musical, que permita al lector avanzar sin poder evitarlo a través de las melodías conectadas del texto. Esa musicalidad que lo obliga a seguir leyendo, aun escenas atroces, hechizado en su camino hacia lo inevitable, como el que viaja en un bote que se precipitará hacia una descomunal caída de agua.

Que, es como decir, que con el ojo se crea, pero con el oído se cría.

 

Héctor Torres (Caracas, 1968) – Autor de los libros La huella del bisonte (Sudaquia Editores, 2012) y El amor en tres platos (Sudaquia Editores, 2013). Leer más sobre Héctor